viernes, 20 de diciembre de 2013

Una despedida inesperada



En el camino de la vida podrás transitar por el sendero de la sabiduría. Si de él sales convencido de no saber nada, es que has aprendido mucho (proverbio hindú).

El silencio de la sala de espera del aeropuerto no se corresponde con la cantidad de gente que la ocupa. Apenas hay sitios libres en una sala de generosas dimensiones. Es como si sus ocupantes estuvieran conteniendo emociones, amordazando las palabras en el fondo del estómago. Nadie parece querer hablar. Ni siquiera los niños corretean por la sala o charlotean o lloran. Están sentados junto a sus padres, también callados, mirando alrededor intentando quizás encontrarle una explicación a tanto silencio.
Yo tampoco hablo. Sólo escribo lo que será el ultimo capítulo de una experiencia que ha durado más de tres meses y que ya se acaba. Duele sólo pensarlo.

Parece que fue hace diez vidas cuando aterricé con el convencimiento de que aquello iba a ser una aventura como nunca antes había tenido. Frente a los viajes repletos de incidentes, los mosquitos, las vacas asesinas, las agujetas en las piernas, los timos, la pobreza, la suciedad, la decadencia, etcétera, se extendía una plétora de virtudes, de imágenes, de vidas, que dejaban un balance positivo. Mis amigos los Texeira dirían que en esta vida hay que arrimarse a lo que suma, no a lo que resta. A lo que aporta. Y la India no ha hecho más que aportar desde que llegué.  
Lo que más me ha aportado, como de costumbre, ha sido la gente. Los de aquí y los que también estaban de paso. Los que han tenido la bondad de compartir su tiempo conmigo y me han enseñado que la vida es una paleta de colores, de opciones y posibilidades tan enorme que es ridículo pensar que sólo hay un camino, sólo una trayectoria marcada, una dirección que tomar.
Si hay algo que me llevo es la alegría de saber que me esperan nuevas historias que contar, nuevos proyectos que empezar, nuevos retos que superar, nuevos viajes que emprender, nuevos amigos que hacer. Y si hay algo que dejo atrás es el miedo al fracaso, el miedo a perder, el miedo a pensar que es importante encajar en lo que se espera y no en lo que se es.
No me he encontrado a mí mismo; me he recuperado y me alegra bastante porque empezaba a echarme de menos.

Ayer pasé el día en la playa. Me tumbé en la arena y dejé que el sol se recreara en mi piel, sabiendo que iba a pasar un tiempo hasta que me viera en una igual. Me jodía que mi último día en la India, es decir, hoy, lo fuera a pasar de aeropuerto en aeropuerto hasta irme, pero bueno, así tenía que ser.
Pensando en esto, en el estrés de los aeropuertos, los controles, las maletas y demás, me acordé, menos mal, de que aún me quedaba un cigarrito feliz de los que me había dado David, el israelí. Estaba hasta hecho.
Me vino a la cabeza cuando fui a la playa con mis primos días antes de empezar el viaje y José María, el chico, de nueve años, me dijo:
-¿Vas a pasar mañana el día con nosotros?
-Claro -le contesté.
Me miró con sus ojos azules, sus rizos rubios y con esa cara de pícaro distraído que tiene y me dijo como el que dice cualquier cosa:
-Va a ser épico, primo. Épico.
Aquel cigarrito feliz también iba a serlo.

Me senté frente al mar. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía relajado, que simplemente estaba allí, disfrutando la brisa, el rumor de las olas, el humo, la luz acariciando la arena; estaba disfrutando ese instante.
Estaba contento. Triste por irme pero agradecido a aquel país, a su gente, y al mar también. Se lo dije. Me sinceré en voz alta, le conté lo que pasaba por mí y le dije que me gustaría volver a verle, que me gustaría que cuidara de su gente mientras tanto, pero que tendríamos que encontrar la manera de volver a vernos. Y el mar escuchó. Las olas terminaron su recorrido en mis pies y me susurraron que todo iba a salir bien, que aquello no había sido más que el principio, que aún quedaba tanto por andar y aprender y descubrir. Todo eso me dijo. Posiblemente el cigarro ayudó. Quién sabe. Pero a los pocos minutos de aquella conversación, para deleite de todos los que estábamos allí (fumadores o no), un grupo de delfines pasó a pocos metros de la orilla, saltando alegremente, como saludando, despidiéndose quizás, o tal vez sellando ese pacto que el mar y yo acabábamos de hacer.  



jueves, 19 de diciembre de 2013

Recogiendo redes



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Si tu cabeza está intacta, puedes ponerte mil turbantes (proverbio hindú).

-¿Tenéis cerveza? –Pregunté adivinando la negativa.
-No, lo siento. No alcohol.
Vaya mierda de sitio, pensé.
-Bueno, al menos sé que marisco sí tienen y muy fresco -dije.
Me miró confundido.
-No señor, no tenemos marisco, ¿por qué lo dice?
-Porque hay un cangrejo debajo de mi mesa.
El camarero se asomó a comprobar lo que le decía y el cangrejo, como si intuyera que estaba metido en un lío, se escapó corriendo y, descendiendo por una pequeña pared, volvió a las piedras de donde había salido, en el mar, junto al patio de aquella casa de antigüedades, que hacía las veces de restaurante.
El camarero me miró avergonzado, sin saber qué decir. Tampoco era para tanto. Por lo menos no era una cucaracha y sí la primera vez en mi vida que la comida venía literalmente a mi mesa.
-Imagino que hoy no hay cangrejo -bromeé para devolverle la respiración al pobre hombre que agradeció el gesto con una sonrisa que no perdió hasta que me fui de allí.

Paseé por las calles de Fort Cochin retratando los últimos retazos de un viaje que se desvanecía entre mis manos, como arena. Paseé por una de las playas de la zona, donde las redes chinas, redes enormes de pesca, descansaban de la incesante actividad diurna y posaban para los curiosos que las retrataban con insistencia. Aquel sitio era la playa para los locales, para los indios. Los extranjeros iban a otra, en una isla cercana, en la que había decidido sería donde pasaría mi último día.  
El paseo estaba lleno de vendedores, artistas, parejas pelando la pava a la india, es decir, cogiéndose la mano de vez en cuando, niños jugando, estudiantes siendo jóvenes -qué pereza ser adolescente, es tan complicado-, padres siendo padres, abuelos charlando, algún blanquito que otro siendo turista. La fauna de todos los días, los sospechosos habituales.

Una parte del paseo estaba dedicada a gente vendiendo pescado. Todo tipo de bichos. Frescos. Vivos algunos. Cangrejos enormes, langostas, chipirones, atunes, incluso peces martillo y un tiburón pequeño. Cuando estaba echando un vistazo se me acercó un chico y me dijo:
-¿Hay algo que te guste? Lo que sea. Tú lo compras y yo te lo cocino.
Le miré pensando que estaba de broma.
-A buen precio. Tengo un restaurante y un cocinero que es el mejor del mundo.
-¿En serio?
-Sí, sí. Seguro.
Curioso e imantado por esos chipirones enormes y unas gambas tigre que por el tamaño eran más tigre que gambas, compré una buena cena (3 chipirones y 6 gambas, enormes, por 5€) y seguí al chico que me llevó a un restaurante como los típicos de playa de toda la vida, le dio la bolsa con los víveres al cocinero y me dijo que me sentara mientras me preparaban la cena. Me parecía un concepto estupendo. Y cuando pusieron los platos de comida delante mía, me pareció aún más estupendo.
-¿Tenéis cerveza? -Pregunté esperanzado.
-No vendemos alcohol.
Me encogí de hombros, resignado, y me puse a comer pensando que tampoco podía tenerlo todo. O al menos a la vez, porque sabía que no muy lejos de allí había un bar donde ponían Kingfisher en jarras congeladas.
No sólo de peces vive el hombre. 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

En casa de Vito Corleone




¿De qué sirve llorar cuando los pájaros se han comido toda la cosecha? (proverbio hindú).

Ni siquiera había pensado en ello. No se me había pasado por la cabeza. Pero Munnar me devolvió a la realidad europea, a lo que la gente estaría viviendo en España. Al llegar al pueblo vi un cartel que por primera vez me hizo pensar en ello. En flamantes colores pude leer sobre el cristal de un escaparate: Feliz Navidad.
Las televisiones llevarían semanas anunciando perfumes que mujeres impresionantes usan para confundir a los guapos de una fiesta, juguetes con niños pedantes que parece que no han visto una muñeca o un coche teledirigido en su vida, chocolates de todas las clases, marcas y colores, los turrones que vuelven por Navidad, los licores que harán que la gente no piense por unos días en la mierda en la que están metidos, relojes que deportistas y actores usan y que sólo ellos se pueden permitir y un largo etcétera de cositas para comprar, incluido el anuncio de Freixenet con sus elegantes y lujosas burbujas.
Villancicos, decoraciones, luces, felicitaciones, buenos deseos, la lista de las cosas que vamos a cambiar en el 2014 y que no se distingue demasiado de la que hicimos en el 2013: leer más, ir al gimnasio, beber menos, dejar de fumar, dejar de tirarme a la vecina casada que es la mejor amiga de mi mujer, tirarme a la del cuarto que está soltera, viajar más, llamar más a menudo a la familia y a los amigos, ahorrar, encontrar trabajo, dejar de asesinar ancianas y enterrarlas en el descampado del pueblo… cada uno tiene sus propósitos. Pero yo estaba en Munnar, en Kerala, en el sur de la India, en lo que fue portugués, influenciado por los ingleses y ahora es una malgama de religiones, culturas y maneras de hacer las cosas. Allí la Navidad la despechaban con un Santa Claus bailando al ritmo de tambores, yendo de casa en casa por la noche, con una careta luminosa, con mofletes y nariz de alcohólico y que hacía reír a los mayores y llorar a los pequeños. Y por si no fuera suficiente, también tenían una procesión. Una procesión muy de nuestra semana santa, pero ¿para qué gastarse dinero en hacer pasos con muñecos si se puede tener un carro tirado de un tractor con escenificaciones de la vida y muerte de Jesucristo hecha con gente de verdad? Era una Semana Santa viviente en Navidades. ¡Ahí lo llevas! Delante iban todas la mujeres y detrás iban todos los hombres. En procesión hasta la iglesia del pueblo. Una santa locura.

Recordaba este episodio religioso-festivo mientras veía al conductor del autobús, bajar las montañas que había subido aquel conductor loco hacía unos días, mirando el reloj cada dos por tres, como si le estuvieran esperando. Estaba en la primera hilera de asientos y delante mía tenía un espacio para las maletas donde sólo estaba la mía y donde tenía puesto los pies, con las piernas totalmente estiradas, sentado en la ventanilla sin cristales, con un sol de junio y una brisa generosa. Aquel era mi último viaje en autobús y el país quería regalarme uno bueno, uno donde poder disfrutar, como recompensa por haber sobrevivido los anteriores. Era la primera y última vez que disfrutaba de un transporte público en India durante el viaje. Nunca es tarde.

El autobús paró en Cochin. Me asombró ver la pulcritud de la estación, el espacio tan enorme y tan bien cuidado. Un tuc-tuc me llevó hasta el hotel donde me quedaría los últimos días en la India, antes de volar a Bombay y de ahí coger el vuelo hasta Madrid, vía Estambul. En la entrada del hotel me recibió el Señor Rodríguez, un hombre de generosas carnes, con un bigotito minúsculo que hablaba con grandes gestos, sin perder la sonrisa.
-¡El español!
-Ése mismo.
-Ya te dije en el teléfono que mi abuelo era español. ¡Somos familia! -me dijo dándome un abrazo y metiéndome en lo que pensé que sería la recepción del hotel pero que en realidad era el salón de su casa -. ¿Cómo ha sido el viaje?
-Muy bien, gracias.
-Mira, la habitación que te he dado la alquilo por 1200 rupias pero tú eres español, eres familia, te la dejo por 800. Aún así, junto a ti se están quedando unos australianos que te preguntarán cuánto pagas por la habitación con lo que diles que pagas 1200, ¿vale? Son los negocios. Esto funciona así. Tampoco te cobro las tasas que se han de cobrar. Pero no pasa nada. Yo al gobierno les presento que tú has pagado 400 y les doy algo de dinero por debajo de la mesa. Es como funcionan las cosas aquí. Son los negocios. Pero contigo es diferente. Tú eres familia.         
Me propinó una enorme sonrisa y me dejó ir a dejar mis cosas en la habitación, que en realidad valía más de 800 rupias, en un sitio como Fort Cochin.

Al regresar por la noche de dar un vuelta, el Señor Rodríguez estaba enojado. Su hija se había ido a alisar el pelo a la peluquería y en vez de mil rupias le había costado cinco mil.
-Le he dicho que dejara su móvil para pagar el resto -me dijo aún mosqueado.
Pero cuando la hija apareció, con sus ojos enormes y redondos, la mirada luminosa, sonriente pero tímida, vistiendo de forma occidental pero con colores más de aquí que de allí y su pelo largo -y alisado- cayendo sobre la espalda, el padre, y yo, nos quedamos mirándola con cara de bobos y el enfado se borró de su expresión en un instante.
-Bien gastados esos cinco mil -le susurré. 
Le entró la risa floja, asintió y se metió en la casa, henchido de orgullo. Yo me quedé allí unos segundos pensando que había ido a parar a una versión de Bollywood de El Padrino.

martes, 17 de diciembre de 2013

Tea Party



Una sola mano no puede hacer palmas (proverbio hindú).

Siete de la mañana. El dueño del hotel me sentó en el salón de su casa y me puso una taza de café humeante entre las manos, para entrar en calor. ¿Por qué cojones sigo haciendo estas cosas? ¿Para qué necesito yo levantarme a estas horas e irme a hacer senderismo entre plantaciones de té? ¿Bebo yo té acaso? Pero estoy en Munnar y allí es lo que se hace, lo que viste, lo que pega, lo único, vamos. Porque si le quitas el té aquello se queda en una ciudad que tendría su historia que contar pero poco más. Hoy por hoy, el dueño de la empresa Tata (fabricante de todo en la India, hasta de automóviles) posee la ciudad. Y cuando digo posee no me refiero al sentido figurado de la palabra. Este hombre posee más de 65.000 acres, que vienen a ser más de 26.000 hectáreas o 263 Kilómetros cuadrados. Para hacer el ejemplo más tangible, decir que Madrid tiene 605 Kilómetros cuadrados con lo que este hombre tendría un equivalente superior a un tercio de la capital del reino plantada de té. Y una fábrica. Y una empresa de empaquetado. Todo en Munnar.

Nada más salir a la calle, una perrilla nos estaba esperando. Nos acompañó casi todo el camino, al guía, a un irlandés llamado Brian, y a mí.
-¿Cómo se llama la perra? -Le pregunté al guía.
-No sé -contestó encogiéndose de hombros-. No es mía. Pero es la tercera vez que se apunta a venir conmigo.
La perra se lo pasó en grande metiéndose entre las plantas, espantando todo tipo de pájaros, incluido un par de faisanes.
–¿Cómo se llaman esos pájaros? -Preguntó el irlandés intentando recordar el nombre.
-Comida -contesté-. Con arroz, una comida de puta madre, de hecho.

Nos presentaron a algunas de las trabajadoras. Estaban acostumbradas a las fotos y a los turistas. Nos dijeron su nombre, posaron con sonrisas contenidas e incluso nos hicieron una demostración de cómo recoger té, mientras se vestían con unos delantales de goma, antes de ponerse manos a la obra. Trabajaban duro. Nos las encontramos en todas partes y cuando eran las doce del mediodía, antes del descanso para almorzar, cada una ya había recogido tres sacas de 25Kilos de hojas de té. No quise preguntar cuánto ganaban. Me daba vergüenza saber la respuesta. Pero me lo imaginaba. Mientras, los hombres, andaban por las plantaciones entre charlas y cigarrillos (que digo yo, aquello no es el sitio para ponerse a fumar).
-Los hombres, uno trabaja, dos miran y otro se para a echarse un cigarro. Las mujeres no paran. La espalda doblada nueve horas al día -dijo el guía, más divertido que indignado.
Estaba cansado de ver esa realidad en multitud de países o de indignarme constantemente cada vez que pienso que las mujeres en España siguen cobrando menos que los hombres desempeñando la misma función. Será que por tener la regla te quitan puntos y pierdes dinero a final de mes.

Pasada la plantación nos adentramos en un bosque donde un montón de abejas mosqueadas nos hicieron darnos una carrerita. El guía se dio a la fuga y nosotros le seguimos, mientras le escuchábamos susurrar en la distancia:
-No os paréis, no os paréis.
Más tarde, se topó con un grupo de abejas sobre una piedra y se acercó hasta casi tocarlas.
-Con éstas no hay problema. Son abejas de miel -explicó.
Yo me quedé un poco sorprendido porque no sabía que había abejas de otras cosas. El caso es que estaban muy ordenaditas, concentradas en sus quehaceres y se dejaron querer. Lo que hay que ver.

A las horas me sentía como aquel cubano que veía la nieve por primera vez y le encantaba pero al mes de nieve estaba harto. Yo estaba hasta la polla de té. Y encima no nos dieron ni una mala taza. Es como ir a la Cruzcampo y que no te pongan una caña. No me jodas.
Anduvimos hasta agotarnos y yo ya lo veía todo verde, aunque no el verde que a mí me gusta, el que se saborea a caladas, no a sorbos. Y venga a andar. Y a explicarnos cosas de la planta. Y cómo se cultiva, y cómo se recoge, y las partes que tiene. Precioso, no te digo que no. Pero para un ratito nada más.

Una vez libre me fui al pueblo a sacar dinero y comprar algunas cosillas. Me notaba cargado. Andaba con los cables cruzados, malhumorado. Y eso no ayudó, claro.  
En la India, los espacios se miden de una forma muy particular: ninguna. El espacio que se deja en un cajero por prudencia y privacidad, la gente en la India lo toma como un hueco desaprovechado que completan enseguida. Así en todo. Pero esa tarde, tras andar durante seis horas y acabar hasta la polla de plantitas y arbolitos, cuando un par de chavales, entre risas y físicamente desplazándome para entrar en el cajero, se colaron sin más (algo que me había pasado repetidas veces antes), salté:
-Hola, buenas tardes -saludé.
-Hola -me dijeron.
-¡Ah, podéis verme! Me alegro.
Se miraron extrañados.
-¿Habéis venido a sacar dinero?
--dijo uno de ellos.
-¿Y a qué carajo creéis que he venido yo? ¿A miraros sacarlo?
Callaron.
-Llevo un rato esperando.
-Es que es urgente -dijo uno riéndose.
-Somos estudiantes -dijo el otro crecido.
Los miré unos segundos y contesté:
-¿Por qué no os vais al final de la cola a estudiar la situación antes de que sea de urgencias en vez de urgente?
El primero me ofreció su sitio y el segundo se fue. Yo saqué el dinero convencido de que mejor seguir bebiendo café porque el té me pone nervioso.
  

lunes, 16 de diciembre de 2013

Con la muerte en los cojones

No deberías tener enemistad con el cocodrilo si vives en el agua (proverbio hindú)

Al volver al punto de origen, vi avanzar todos esos barcos, moviéndose lentamente hacia nosotros, y no pude más que imaginarme que estaba en una de esas batallas navales, en las que quizás los españoles luchaban contra los franceses, o junto a ellos contra los ingleses. Quizás el Almirante Nelson estaba comandando las líneas británicas para romper las torpes filas franco-hispanas de Trafalgar y yo, allí, estaba a punto de participar en uno de los episodios históricos más frustrantes y bravíos de nuestro diario como nación. O quizás no. Quizás sólo estuviera dejando volar mi imaginación viendo el canal plagado de botes con piel de bambú, como cocodrilos moviéndose, deslizándose más bien, sobre la superficie del agua.

Me despedí de la tripulación con un buen apretón de manos, algo de propina y alguna cerveza que dejaba detrás para que se emborracharan a mi salud. Ni siquiera sabía si bebían o no. La noche anterior, uno de ellos, se había acercado a donde estaba bebiendo y contemplando la noche para decirme, sin contemplaciones:
–Es la hora de dormir.
Y sin mediar palabra, se hizo su cama allí mismo. Me fui sin importarme el acostarme temprano pero pensé que si las circunstancias hubieran sido distintas y el viaje lo hubiera hecho con alguno de mis amigos, el pobre hombre habría trasnochado como uno más.

Llegué al hotel, cogí los chismes y pregunté cómo podía ir a Munnar, mi próximo destino: una antigua estación inglesa donde comenzaron a plantar té y hoy por hoy, junto con Darjeling, tiene una de las plantaciones más grandes del país. Me apetecía verlo, pasear y echarle un vistazo al origen de la bebida más británica que se me ocurre, junto al gintonic.
-Puedes coger un taxi -me dijo la dueña del hotel donde me quedaba-. Es más caro que el autobús pero tarda menos. En autobús son ocho horas.
Ni me lo pensé. Era mi última semana y pasaba de darme otro palizón en autobús. Al menos no de momento. Pagué el taxi, la mujer hizo una llamada telefónica y un chico de unos treinta años vino a recogerme con una sonrisa en la boca.

En las excursiones del colegio, siempre había alguien que tenía que sentarse en la parte delantera del autobús, porque detrás se mareaba y acababa vomitando. Yo siempre me pedía la última fila, que era donde lo bueno solía pasar. Justo en uno de esos viajes pegado a la luna trasera, se gestó hace muchos años, lo que sería mi primer beso. Pero eso es otra historia.
El caso es que en estos tres meses de idas y venidas, ya fuera en tren o en autobús, siempre he podido pasar las horas leyendo o escribiendo sin problema alguno. Mi estómago parece ser generoso conmigo y me permite hacer este tipo de cosas sin revolverse. Pero, aún así, a la hora de estar en el coche con el joven cuyo nombre ni recuerdo ni quiero recordar, tuve que dejar de leer. El hijo de puta cogía las curvas que parecía querer poner el coche a dos ruedas. Me puse a mirar la carretera pero era peor. Era como si las líneas de la calzada hubieran desaparecido y todos pudieran circular por donde les apeteciera, fuera la dirección que fuese. Era un caos que hacía que pasáramos a centímetros de motos, de autobuses, entre dos camiones, a un palmo de algún peatón descarriado y pegados al que lleváramos delante. He de reconocer que el tipo tenía reflejos de Fórmula 1 pero mi estómago comenzó a protestar, como nunca en estos 36 años había hecho antes. Imaginaba que me encontrarían dentro del coche ardiendo, volcado en alguna cuenta, con mi cuerpo calcinado, cubierto de vómitos. A veces puedo ser de lo más alegre imaginando cosas.

Un paso a nivel me dio cierto descanso. Parados frente a la valla de franjas rojas y blancas, esperamos a que llegara el tren. Junto a nosotros motos y coches se iban amontonando, impacientes, algunos incluso tocando el claxon, como si eso fuera a hacer al tren llegar antes. Al otro lado de la vía, lo mismo. Me acordé de un monólogo en el que Dani Rovira hablaba de cuando se abren los semáforos en la Gran Vía, en hora punta, y los peatones, que han estado esperando en ambos lados de la calle, saltan a la calzada, cruzando el paso de peatones como en una batalla campal. Y de hecho, cuando el tren pasó y se abrió el paso a nivel, los vehículos estallaron en un frenético rugido, de uno y otro lado, y todos cruzaron, siguiendo su camino, sin tocarse, sin matarse, sin orden. Por la mañana había presenciado una batalla de navíos y por la tarde una de carros de combate.

-Le apetecerá descansar después de seis horas de viaje -me dijo el dueño del hotel donde me quedaba en Munnar, quien llevaba limón en la cabeza para la caspa, dándole una imagen de lo más pintoresca, como si hubiera estado pintando una pared y tuviera restos de cal en el pelo.
Miré el reloj y le dije:
-He tardado cuatro horas en llegar.
-¿Cuatro horas? -Exclamó el hombre-limón sorprendido.
-Me ha traído la muerte en coche -dramaticé-. Menos mal que iba con prisa y me ha dejado aquí. 
Sonrió posiblemente pensando que era un poco macabro, me dio la llave y me dijo:
-Descanse y ya hablaremos cuando se recupere. Si necesita cervezas yo me encargo de conseguirlas.
Sin duda había hablado con alguien.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Operación gamba



Al final todo saldrá bien. Y si no es así, es porque aún no es el final (proverbio hindú).

La gente viene a esta parte del mundo a montarse en un barco y visitar los canales que se forman en el delta que hay en Kerala y que se extienden hacia el sur desde Alleppey. Yo decidí no ser menos y, motivado por la reseña de mi amigo JJ, que me explicó la particular y única biodiversidad que se da en esta zona, exclusiva en el planeta, hice los deberes y opté no sólo por darme un paseo por los canales sino también decidí pasar la noche en ellos.

No recuerdo el nombre del barco, ni el del capitán, ni siquiera el de los cocineros. Hablé con ellos bastante y me contaron lo que pudieron de sus vidas, con un inglés muy limitado.
-Ésa es mi casa -gritó el capitán entusiasmado cuando pasamos junto a una cabaña a orillas del agua.
Un niño, su hijo, lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja y el padre, correspondió el saludo mirándome orgulloso. Me pareció una estampa de lo más entrañable. Otro hubiera puesto esa cara al enseñar el nuevo coche a los amigotes. Este hombre se mostraba digno al indicarme el sitio donde vivía -muy por debajo de lo que podríamos considerar una casa apetecible, según los estándares europeos- y completamente henchido de satisfacción al ver que su enano, vestido con una camiseta vieja y unos pantalones cortos sucios, había salido a saludar a su padre, que estaba llevando a un blanquito -a quien también saludó con una sonrisa enorme- de crucero por lo que son sus carreteras líquidas de todos los días.

El viaje fue de lo más tranquilo. No vi pitones, ni monstruos marinos, ni plantas carnívoras. Pero vi una ciudad que se extendía frente a nosotros y que estaba más al borde del agua que Venecia. No tenía calles interiores que comunicaban a iglesias y plazas con palomas. Las iglesias estaban a orillas de los canales, donde la gente iba en barca o en un autobús-ferri del gobierno, que también recogía a los niños para ir al colegio y llevaba a la gente a trabajar al centro de Alleppey. Hasta vallas de anuncios podían encontrarse a los márgenes de aquellas avenidas acuáticas, anunciando  películas, compañías de teléfono, grandes almacenes, marcas de ropa o alguna bebida refrescante.

Paramos en un mercado de pescado.
-¿Quieres gambas para la cena? -Preguntó el capitán.
-Vale. ¿Por qué no?
Y me llevó a ver las gambas, que eran del tamaño de un oso panda.
-¡Eso no son gambas, cojones! -Exclamé al ver el bicho que el pescadero sostenía en las manos.
-Sí, sí. Son gambas grandes -replicó el pescadero con sencillez.
-Ya veo. Y tan grandes. Como que una de esas gambas es capaz de tragarse el barco.
Rieron el comentario antes de meterme cuatro de esos bichos en una bolsa y cobrarme unos cuantos de euros.
Pasé el resto del viaje subido en lo más alto del barco bebiendo cervezas, haciendo fotos y fumando. Me quedaba una semana de viaje. Se acababa la cosa y tocaba enfrentarse a un nuevo año, que esperaba más generoso que éste. El 2014 se avecinaba como muchos otros años me llegan desde hace ya una década: sin saber qué traen, sin saber en qué pintan, si en bastos y espadas o en oros -porque en copas seguro. Un año que veo no llega así sólo para mí sino también para muchos de los que me rodean pero que mal de muchos no consuela en absoluto. Todo saldrá bien al final, me dije. Y me lo creí.

Los ocupantes del barco me miraban contemplar el plato con las gambas gigantes y se descojonaban a mi costa.
-¿No os apetece ayudarme? -Ofrecí con sinceridad.
-No, no. Ya hemos cenado -respondieron casi al unísono, como insinuando que les encantaría pero verme luchar con aquellas criaturas marinas era más divertido.
-Mira que sé dónde vives -le dije al capitán que rió la gracia y me dejó allí, en la cubierta, ya caída la noche, escuchando los ruidos del delta sonar de música de fondo y con un plato que no se lo saltaba un galgo.

Miré las gambas, cubiertos en mano, me encogí de hombros, resignado y, antes de meterles mano, les dije:
-Vosotras sí que sois gambas y no lo que ponen en la feria.       

Asalto a la diligencia




La cucaracha, la cucaracha, no se puede levantar, porque le falta, porque no tiene, las dos patitas de atrás (canción popular). 

-El tren llegará sobre las siete -me dijo un señor muy serio en el umbral de la puerta del despacho con un cartel donde rezaba “Inspector de Estación”.
-Creía que era a las seis menos diez -dije sin pretender discutirle nada, hecho a las maneras y los horarios flexibles de los transportes en la India.
El hombre me respondió con un movimiento de cabeza típico y una sonrisita como queriendo decir:
-Venga chaval, no me toques los huevos. Intenta que el transporte público sea puntual primero en tu país y luego a ver si tienes huevos de poner orden aquí, con más de 1.200 millones de hippies.
Le devolví la sonrisita a modo de:
-Pues también tienes razón. La culpa es mía que llevo desde las cinco sentado en un asiento que me ha dejado el culo carpeta, esperando como un gilipollas, cuando a estas alturas ya tendría que saber un poquito mejor cómo funciona aquí el cotarro.
Le di las gracias y me volví a mi asiento de piedra.
A las siete largas, una señorita con voz de Corte Inglés, anunció que el tren iba a llegar a otro andén y no pararía apenas porque iba con retraso. Cogí el mochilón y me eché a correr, como otros tantos, para, cuando la bestia metálica llegara poder al menos tener unos segundos, para encontrar el vagón donde me tocaba viajar.

Dos chicas muy danesas, muy rubias, muy silenciosas y con cara de estar muy cansadas se metieron, unas paradas después, en el compartimento donde viajaba. Los únicos guiris del tren y nos habían puesto juntos. Curioso.
No me dio tiempo a preguntarles nada ni ellas me preguntaron a mí. Era ya de noche, nos quedaban unas quince horas por delante hasta llegar a Kerala, y se echaron a dormir, sin más, sin pensárselo dos veces y sin esperar más tiempo. Yo me puse a ver una película en el ordenador, mientras hacía guardia, porque desde los pocos minutos de entrar en aquel tren, me había dado cuenta de que estaba en medio de una invasión. Una de esas invasiones en las que uno no quiere estar nunca, porque sabe que no traen nada bueno.
Al poco de estar sentado en mi asiento cama, frente a mí, tan campante, se paseaba un insecto de proporciones diminutas que en seguida identifiqué como una cucaracha. No era muy grande pero ni falta que le hacía, con lo que la aplasté con el culo del bote de repelente de mosquitos. No tardé mucho en repetir la operación. Una y otra vez. Trepando por las cortinas de la ventana. Otra en la mesa del compartimento. En la pared de mi cama. En el suelo, pasando junto a mis pies. Y cada vez iban creciendo, cada vez eran más grandes. Ya no me daba con el culo del bote. Y las hijas de puta se movían con una velocidad increíble, adivinando mis movimientos.
Para cuando las danesas estaban plácidamente dormidas, con un antifaz para que nos les molestase la luz encendida (cuando la apagué un instante, para probar, las cucarachas salieron de todas partes), ya no daba a bastos. A algunas las mataba, a otras las golpeaba y a otras sólo me daba tiempo de batear, como si fuera aquello un campeonato de criquet.

Estaba viendo “No”, una película sobre el plebiscito chileno que derrocó a Pinochet de su cargo y sobre los creativos que hicieron la campaña diaria que ayudó a que la gente votara para echarlo. Parecía que la invasión estaba tomándose un descanso y ya hacía tiempo que no había tenido que matar a nadie. De pronto divisé unas antenas subirme por las piernas. No podía espachurrarla y dejarla aplastada sobre el pantalón. Tampoco podía lanzarla contra la pared de mi cama porque se perdería entre las sábanas y ya era eso lo que me quedaba. Pero sí podía intentar noquearla de un golpe. Hice una O con el índice y el pulgar, dejé que el índice tomara fuerza y velocidad y cuando la cucaracha pasó cerca de mi mano, solté el dedo impactando sobre el insecto que se encontró cruzando la cabina volando, sin necesidad de sacar las alas, hasta aterrizar sobre las piernas de la danesa.
-¡Mierda! -Dije en voz alta.
¿Qué podía hacer? No podía meterme en la cama a sacarla porque cualquiera le explica a la danesa:
-No, verás, es que se te ha metido una cucaracha dentro.
Tampoco era buena idea despertarla para decirle que la invasión había llegado hasta su cama. Le iba a dar algo.
Mientras tanto la cucaracha me miraba desde el otro lado, como si nos separara un río imposible de cruzar y parecía llamarme:
-Ven, cobarde, a ver si tienes cojones. Mira cómo muevo mis antenitas y mis patitas, payaso.
Pero miré la hora y eran cerca de las dos de la madrugada, estaba muerto y ya me la sudaban las cucarachas, la danesa y la madre que las parió a todas. Me tapé hasta la cabeza y mandando el mundo animal y vegetal al carajo, me eché a dormir. Que vigile otro. Al fin y al cabo, ojos que no ven…