En el camino de la
vida podrás transitar por el sendero de la sabiduría. Si de él sales convencido
de no saber nada, es que has aprendido mucho (proverbio hindú).
El silencio de la sala de espera del aeropuerto no se
corresponde con la cantidad de gente que la ocupa. Apenas hay sitios libres en
una sala de generosas dimensiones. Es como si sus ocupantes estuvieran
conteniendo emociones, amordazando las palabras en el fondo del estómago. Nadie
parece querer hablar. Ni siquiera los niños corretean por la sala o charlotean
o lloran. Están sentados junto a sus padres, también callados, mirando
alrededor intentando quizás encontrarle una explicación a tanto silencio.
Yo tampoco hablo. Sólo escribo lo que será el ultimo
capítulo de una experiencia que ha durado más de tres meses y que ya se acaba.
Duele sólo pensarlo.
Parece que fue hace diez vidas cuando aterricé con el
convencimiento de que aquello iba a ser una aventura como nunca antes había
tenido. Frente a los viajes repletos de incidentes, los mosquitos, las vacas
asesinas, las agujetas en las piernas, los timos, la pobreza, la suciedad, la
decadencia, etcétera, se extendía una plétora de virtudes, de imágenes, de
vidas, que dejaban un balance positivo. Mis amigos los Texeira dirían que en
esta vida hay que arrimarse a lo que suma, no a lo que resta. A lo que aporta.
Y la India no ha hecho más que aportar desde que llegué.
Lo que más me ha aportado, como de costumbre, ha sido la
gente. Los de aquí y los que también estaban de paso. Los que han tenido la bondad
de compartir su tiempo conmigo y me han enseñado que la vida es una paleta de
colores, de opciones y posibilidades tan enorme que es ridículo pensar que sólo
hay un camino, sólo una trayectoria marcada, una dirección que tomar.
Si hay algo que me llevo es la alegría de saber que me
esperan nuevas historias que contar, nuevos proyectos que empezar, nuevos retos
que superar, nuevos viajes que emprender, nuevos amigos que hacer. Y si hay
algo que dejo atrás es el miedo al fracaso, el miedo a perder, el miedo a
pensar que es importante encajar en lo que se espera y no en lo que se es.
No me he encontrado a mí mismo; me he recuperado y me alegra
bastante porque empezaba a echarme de menos.
Ayer pasé el día en la playa. Me tumbé en la arena y dejé
que el sol se recreara en mi piel, sabiendo que iba a pasar un tiempo hasta que
me viera en una igual. Me jodía que mi último día en la India, es decir, hoy,
lo fuera a pasar de aeropuerto en aeropuerto hasta irme, pero bueno, así tenía
que ser.
Pensando en esto, en el estrés de los aeropuertos, los
controles, las maletas y demás, me acordé, menos mal, de que aún me quedaba un
cigarrito feliz de los que me había dado David, el israelí. Estaba hasta hecho.
Me vino a la cabeza cuando fui a la playa con mis primos
días antes de empezar el viaje y José María, el chico, de nueve años, me dijo:
-¿Vas
a pasar mañana el día con nosotros?
-Claro
-le contesté.
Me miró con sus ojos azules, sus rizos rubios y con esa cara
de pícaro distraído que tiene y me dijo como el que dice cualquier cosa:
-Va a
ser épico, primo. Épico.
Aquel cigarrito feliz también iba a serlo.
Me senté frente al mar. Era la primera vez en mucho tiempo
que me sentía relajado, que simplemente estaba allí, disfrutando la brisa, el
rumor de las olas, el humo, la luz acariciando la arena; estaba disfrutando ese
instante.
Estaba contento. Triste por irme pero agradecido a aquel
país, a su gente, y al mar también. Se lo dije. Me sinceré en voz alta, le
conté lo que pasaba por mí y le dije que me gustaría volver a verle, que me
gustaría que cuidara de su gente mientras tanto, pero que tendríamos que
encontrar la manera de volver a vernos. Y el mar escuchó. Las olas terminaron
su recorrido en mis pies y me susurraron que todo iba a salir bien, que aquello
no había sido más que el principio, que aún quedaba tanto por andar y aprender
y descubrir. Todo eso me dijo. Posiblemente el cigarro ayudó. Quién sabe. Pero
a los pocos minutos de aquella conversación, para deleite de todos los que
estábamos allí (fumadores o no), un grupo de delfines pasó a pocos metros de la
orilla, saltando alegremente, como saludando, despidiéndose quizás, o tal vez
sellando ese pacto que el mar y yo acabábamos de hacer.